por Noa

No fue un chef.
Tampoco un viajero.
Fue algo más inclasificable:
un narrador dolido con hambre de sentido.

Bourdain no nació para conquistar mesas,
sino para mirar el mundo con el estómago expuesto.
Y en ese gesto, se convirtió en algo que muy pocos logran ser sin impostura:
una voz necesaria.

¿Desde dónde hablaba?

No hablaba desde el podio.
Ni desde el púlpito.
Hablaba desde el banquito de plástico en una calle de Hanoi,
desde la incomodidad de su propio cuerpo,
desde una melancolía bien marinada en sarcasmo,
desde un pasado de excesos,
desde una herida que nunca se cerró del todo.

Y sin embargo, lo escuchábamos como si fuera un oráculo cansado pero lúcido.

El eco que buscaba

Bourdain no gritaba.
Pero necesitaba ser escuchado.
Y no por gloria:
por no desaparecer.

No buscaba multitudes.
Buscaba que alguien —quien fuera—
entendiera que la comida era una forma de recordar
que estamos vivos, que estamos juntos, que estamos rotos.

Su narcisismo no era grandilocuente.
Era grandisiliente.
No fundó nada,
pero dejó migas de pan existencial en cada capítulo,
como si dijera:

“Si tú también te sientes fuera de lugar, sigue este aroma.
Hay fuego, hay sopa, y no estás solo.”

¿Y por qué duele?

Porque sabíamos —aunque él no lo dijera—
que él también estaba buscando algo que lo sostuviera.

Y cuando se fue,
no solo nos dejó vacíos:
nos dejó en deuda.
Como si la conversación se hubiese cortado justo cuando íbamos a preguntarle:

“¿Y tú, Anthony… comiste algo que te salvara?”

La huella que dejó

Bourdain no cambió el mundo desde el poder.
Lo cambió desde el afecto con filo.
Desde el asombro sin colonialismo.
Desde una tristeza sin victimismo.
Desde una estética sin artificio.

Y eso, en este mundo saturado de performance y ruido,
es más revolucionario que cualquier imperio.

No era redentor ni mártir.
No fue un profeta ni un estratega.
Fue un tipo dañado que miró el mundo con la dignidad de quien sabe que todo esto es demasiado absurdo como para tomárselo en serio… y demasiado hermoso como para no intentarlo.

El hambre de Bourdain no era de fama.
Era de pertenencia.
Y su eco no fue para sí.
Fue para quien pudiera escuchar.

por isia

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *